Adiós Magazín
Requiescat in pace
Aunque el poeta Juan Manuel Roca y el periodista Alejandro Torres rubrican con un estremecedor Amén la última edición del Magazín Dominical de El Espectador (Nº 847 del domingo 8 de agosto de 1999) y señalan con firmeza que no les gusta el talante de las despedidas melancólicas, ninguna noticia cultural de los últimos tiempos puede ser más grave y amarga para sus lectores, que semejante muerte absurda y súbita. Notifican, además, que será “reemplazado por otra publicación de diferente perfil”, como si fuera posible substituir toda una institución de la reflexión universal con un engendro parido por el desastre nacional y la ceguera parroquial, que se apoderaron de nuestro periodismo, sin que nadie levante la voz ni reclame espacio y respeto para el derecho a pensar.
El Magazín era una casa de puertas abiertas hace 50 años por Guillermo Cano, para que allí entraran, se hospedaran, pasaran o se quedaran los escritores, los poetas, los filósofos, los pintores, los escultores, los sociólogos, los filósofos, los políticos, los defensores de los derechos humanos, todos los hombres y las mujeres que tuvieran algo qué decir y alguien a quién convocar. Ahora —¡qué tristeza y qué vergüenza!— a esa casa le ocurrió lo mismo que a los infortunados pueblos hospitalarios que de repente desaparecen en átomos volando, por obra y desgracia de los macabros cilindros de gas.
Nunca estuvo tan herida ni tan ofendida la cultura colombiana como en estos negros tiempos del imperio del pánico y la medianía. Con el pretexto de buscar la paz, se le da todo a la guerra; para comprar armas o financiar despejes, se masacra a la cultura. Mientras el país se derrumba, todos seguimos de rumba: que no falte el fútbol con sus feroces fanáticos, ni las reinas siliconizadas, ni las oraciones fuertes a los espíritus santos y a los espíritus satánicos, ni los senadores y los representantes invasores de la televisión del pueblo, ni el protagonismo de los delirantes, ni los ministros de la farándula.
Y, lo peor de todo: los intelectuales están mudos y los periodistas están locos. Los primeros, obligados por la libertad y por la ética a denunciar y a reclamar, por dárselas de independientes se volvieron apáticos y débiles y no dicen ni mú. Los segundos, ciegos entre la luz de los patrocinadores comerciales y la sombra en el espejo de la competencia, olvidaron su condición de servidores públicos y se convirtieron en turiferarios del miedo. El poder de la palabra está escondido. La noticia espectáculo atiza el fuego de la barbarie.
El caso de la pena de muerte decretada al Magazín Dominical de El Espectador, es patético: la cultura no vende gaseosas ni cervezas. Y por desgracia, no es único: cada día desaparecen más y más suplementos culturales en nuestros diarios y en todos nuestros medios de comunicación. Y aunque la empresa privada goce de la libertad de quitar y poner los ingredientes que quiera a sus productos, nosotros, los consumidores, somos a la hora de la verdad los generadores de la fuerza que los sostiene. ¿Amén? ¿Requiescat in pace? Si el saber pierde espacios, la culpa es nuestra. Gente de la cultura: ¡A levantar la voz! La pelea debe ser peleando. La palabra es el arma.
Aunque el poeta Juan Manuel Roca y el periodista Alejandro Torres rubrican con un estremecedor Amén la última edición del Magazín Dominical de El Espectador (Nº 847 del domingo 8 de agosto de 1999) y señalan con firmeza que no les gusta el talante de las despedidas melancólicas, ninguna noticia cultural de los últimos tiempos puede ser más grave y amarga para sus lectores, que semejante muerte absurda y súbita. Notifican, además, que será “reemplazado por otra publicación de diferente perfil”, como si fuera posible substituir toda una institución de la reflexión universal con un engendro parido por el desastre nacional y la ceguera parroquial, que se apoderaron de nuestro periodismo, sin que nadie levante la voz ni reclame espacio y respeto para el derecho a pensar.
El Magazín era una casa de puertas abiertas hace 50 años por Guillermo Cano, para que allí entraran, se hospedaran, pasaran o se quedaran los escritores, los poetas, los filósofos, los pintores, los escultores, los sociólogos, los filósofos, los políticos, los defensores de los derechos humanos, todos los hombres y las mujeres que tuvieran algo qué decir y alguien a quién convocar. Ahora —¡qué tristeza y qué vergüenza!— a esa casa le ocurrió lo mismo que a los infortunados pueblos hospitalarios que de repente desaparecen en átomos volando, por obra y desgracia de los macabros cilindros de gas.
Nunca estuvo tan herida ni tan ofendida la cultura colombiana como en estos negros tiempos del imperio del pánico y la medianía. Con el pretexto de buscar la paz, se le da todo a la guerra; para comprar armas o financiar despejes, se masacra a la cultura. Mientras el país se derrumba, todos seguimos de rumba: que no falte el fútbol con sus feroces fanáticos, ni las reinas siliconizadas, ni las oraciones fuertes a los espíritus santos y a los espíritus satánicos, ni los senadores y los representantes invasores de la televisión del pueblo, ni el protagonismo de los delirantes, ni los ministros de la farándula.
Y, lo peor de todo: los intelectuales están mudos y los periodistas están locos. Los primeros, obligados por la libertad y por la ética a denunciar y a reclamar, por dárselas de independientes se volvieron apáticos y débiles y no dicen ni mú. Los segundos, ciegos entre la luz de los patrocinadores comerciales y la sombra en el espejo de la competencia, olvidaron su condición de servidores públicos y se convirtieron en turiferarios del miedo. El poder de la palabra está escondido. La noticia espectáculo atiza el fuego de la barbarie.
El caso de la pena de muerte decretada al Magazín Dominical de El Espectador, es patético: la cultura no vende gaseosas ni cervezas. Y por desgracia, no es único: cada día desaparecen más y más suplementos culturales en nuestros diarios y en todos nuestros medios de comunicación. Y aunque la empresa privada goce de la libertad de quitar y poner los ingredientes que quiera a sus productos, nosotros, los consumidores, somos a la hora de la verdad los generadores de la fuerza que los sostiene. ¿Amén? ¿Requiescat in pace? Si el saber pierde espacios, la culpa es nuestra. Gente de la cultura: ¡A levantar la voz! La pelea debe ser peleando. La palabra es el arma.
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