sábado, septiembre 22, 2007

Una fiesta de muertos de la risa

Los fantasmas felices

Una fiesta de muertos de la risa

Por Hugo Berendth
Desde Nueva York

¡Qué insólito y gratificante recibir en estos tiempos de muertes pavorosas, un libro que desborda la muerte con humor y razón!

Acaba de aparecer en Colombia y su autor Ignacio Ramírez es un reconocido escritor que aparte de trajinar su propia literatura y pensamiento, promueve un diario virtual llamado Cronopios, que trabaja por puro amor al arte y llega sin falta alguna cada día a más de 50 mil personas que lo reciben en forma gratuita en diversos lugares de los cinco continentes de este alocado planeta.

Los fantasmas felices es el título de este libro escrito a partir de la lúdica que maneja su autor, quien entre otras cosas ha sido clínicamente declarado muerto (en Italia, año 2000) y ha enfrentado peligros propios de un aventurero vagabundo que recorrió varias veces cientos de países en ejercicio de una terquedad con lema: demostrar que la mayoría de los colombianos somos gente de paz y estamos obligados a unirnos para aplacar a los violentos.

Ignacio Ramírez cuenta en Los fantasmas felices sus experiencias personales con la muerte, recorre además historias y recuerdos de sus seres más queridos, ya difuntos, y abre un abanico innumerable de personajes donde están desde los más grandes artistas y figuras públicas que nunca olvidaremos, hasta protagonistas anónimos que descubrimos y queremos a partir de estas descripciones magistrales. Botones de muestra: María Félix, Celia Cruz, Alejandro Obregón, Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Marvell Moreno, Arturo Alape, Germán Vargas… y también un poeta y filósofo wayúu llamado Glicerio Pana, con quien pasó noches y noches en las playas de El Cabo de la Vela hablando de poemas y de estrellas, o Eustorgio, un raicero de Guarandó, en la selva chocoana, que le enseñó los secretos de las plantas, o un tío que fue jardinero de oficio y le inició en la poesía con los nombres de las flores. Y los pintores: Saturnino Ramírez, Heinz Goll, Tiberio Vanegas, otro que pintó para vivir y vivió para pintar o un hombre que escribía pájaros, o uno que vivió en los árboles y para morirse se esfumó en el cielo.
En fin… no es más que una emocionada recordación de nombres e imágenes y hálitos que quedan tras la lectura de Los fantasmas felices, un libro donde los esqueletos que le presta Guadalupe Posada viven de rumba, una filosofía alegre y lógica de la señora muerte, un libro amigo para querer y ojalá tener a la mano, en la mesa de noche, en el maletín compañero, en todas partes, porque aquí se nos recuerda a cada instante que la palabra, la poesía, la crítica, la lúdica filosofía del gran Cronopio Julio Cortázar, quien también vive feliz su muerte, reflejan entre el humor y la libertad la única verdad tangible: ¡Hasta aquí llegamos!

viernes, septiembre 21, 2007

Los fantasmas felices

Los fantasmas felices


Por Fabio Martínez

El poeta inglés John Donne, al escuchar en su pueblo el tañido de las campanas, afirmaba que éstas suenan por nosotros que algún día vamos a morir. Ese tañir de campanas es el espejo de la muerte. El recuerdo de que no somos eternos o infinitos. Y que algún día, querámoslo o no, estaremos metidos en ese estuche de madera, devorados por el fuego o consumidos por los gusanos.
Esta certeza -en medio de un mundo incierto, como el que estamos viviendo-, fue la que sirvió de fuente de inspiración al escritor Ignacio Ramírez Pinzón, para escribir un libro maravilloso sobre los muertos felices, que desde la infancia han rodeado su existencia.
Para algunos lectores, el título del libro -Los fantasmas felices - puede ser una paradoja, debido a que en nuestras culturas, la muerte, con su profundo sentido religioso, siempre ha sido solemne, trascendental, y lo peor de todo, ha estado desligada de la vida.
Por esto, sólo un escritor agnóstico y esotérico como es Ignacio, podía escribir un libro desacralizador y lleno de humor, alrededor de un tema tan espinoso para la raza humana.
En las cincuenta y cuatro prosas poéticas que componen el libro, Ramírez le hace un homenaje a los muertos ilustres, pero no desde la perspectiva trascendental y religiosa con que se ha visto a los difuntos, sino desde una visión profundamente humana, laica y holística.
Para Ramírez, la muerte está estrechamente ligada a la existencia, hace parte de la vida, de la que nadie puede escapar.
Vida y muerte, la única pareja indisoluble que se mantiene fiel hasta el final de nuestros días.
Por esto, el escritor bogotano, que se acerca a la muerte con el espíritu del sabueso, trata a la Dama de negro con respeto, pero al mismo tiempo, la desacraliza, la ironiza y se burla de ella para así hacerla más humana.
El libro, que fue editado en Bogotá por Teresa Montealegre y está ilustrado con viñetas del mexicano José Guadalupe Posada, se abre con tres semblanzas entrañables que nos remiten al origen del escritor: “Felisa” dedicada a su madre; “El tren”, donde viaja con él la remembranza de su padre y “El tío de las flores”, que nos relaciona y encariña con su tío Miguel, quien tuvo el privilegio de ser un jardinero auténtico.
Pienso que en estos tres relatos literarios se encuentran las raíces más profundas del hombre que desde su infancia se perfilaba como un escritor.
En la declaración de poesía en memoria de su madre está presente el amor y el desenfreno por la lectura. En la proclama vital sobre su padre se encuentra la desbordada pasión por los viajes. En el vuelo de palabras sobre su tío el jardinero está el amor por la naturaleza y por los seres que armonizan con ella.
Estos tres elementos: el amor, los libros y los viajes son los que marcarán el destino literario de Ignacio Ramírez.
Luego, rompiendo con el micro-universo familiar, el libro se abrirá al mundo de los muertos ilustres del arte y la literatura. La mayoría, muertos por alguna enfermedad o de viejos; a excepción del compadre Cacipa, que murió en la Guajira colombiana por las hordas salvajes de los paramilitares.
Allí, bajo la pluma fina del hermano Cronopio, desfilan: Henry Miller, el viejo calvo y marrullero; Ítalo Calvino que ante las miserias del mundo terrenal, prefirió vivir en la copa de los árboles; el pintor Alejandro Obregón; el novelista del patio, Héctor Rojas Herazo; el poeta Fernando Charry Lara; el maestro Enrique Buenaventura; Julio Cortázar, el Cronopio que murió de amor; el maese Pedro Gómez Valderrama; la escritora barranquillera Marvel Moreno; Celia Cruz, la guarachera de Cuba; el pintor venezolano Jesús Rafael Soto; el novelista del Tolima César Pérez; María Félix, la Doña inmortal que finalmente sucumbió; el paisa de Tibacuy; Rafael Chaparro Madiedo, el nefelibata; Germán Vargas Cantillo, el lector currambero; el pintor caleño Kat; Cachifo, el escritor nadaísta; el novelista mexicano Juan José Arreola; René Rebetez, el escritor cosmogónico; Eduardo Pachón Padilla, el hombre que fue un cuento; Miguel de Francisco, quien murió en París con aguacero; Luz Fanny Ortiz, que aún canta en el Son de los grillos y el maestro Arturo Alape.
Mausoleo de hombres y mujeres ilustres descritos por la pluma exquisita de Ignacio Ramírez Pinzón.
Muertos célebres, que viviendo bajo tierra hoy están más vivos que nunca.

martes, enero 02, 2007

La solidaridad de Libros & Letras

REVISTA LIBROS Y LETRAS
Edición número 64. Diciembre de 2006

Tema Central


Un tal Nacho


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Ignacio Ramírez: la dignidad de tiempo completo en sus cabales
Por: CARLOS-ENRIQUE RUIZ
desde Aleph


Las pasiones de los hombres desbordan la historia y hasta han anegado de atrocidades las calles y los campos. La historia de la humanidad es más un recuento de oscuridad, que las mentes más lúcidas y laboriosas no han podido disipar o distraer. Por doquier, el crimen, el desparpajo, la insolencia, y la indolencia frente a la miseria y la pobreza de las gentes, no dejan respiro en el escenario de la dignidad. La dignidad, a su vez, es la concordancia entre el ser íntegro y la acción de buen servicio a los demás.
Quedan monumentos de soledad, voces que han dicho lo suyo con pregón de belleza, en las múltiples formas de expresión. El arte es el escenario donde lo mejor de la humanidad ha tenido lugar, como muestra de que algo a favor de la vida puede ser posible. Y entre las artes está la literatura. Habrá quienes la hayan practicado sin asomarse a la dignidad, pero no faltan aquellas figuras emblemáticas que viven siempre en ella, sorteando la indiferencia del mundo y las miradas de envidia o de odio. Nada fulminante puede acabar con la belleza de la dignidad, en las manos que pueda florecer.
Ignacio Ramírez es uno de estos casos, con ejercicio diario de valor. Personalidad formada en el trasegar del mundo, en las lecturas sin término y en las observaciones del arte con mirada atenta y escudriñadora, con memoria de elocuencia que facilita establecer nexos, elaborar apreciaciones en contexto, sin el sesgo de la mirada focal y sin desdén.
Hombre de profundos compromisos con la cultura, recio sin declive frente a la seducción del poder, que tantos talentos frustra. Independiente hasta la fatiga, sin entregarse a las agencias promotoras de imagen frívola. Ha ejercido, como pocos, el gusto por el saber, la delicia del escribir con pasión imaginativa y, por sobre todo, con el aliciente del compartir estimulando.
Su obra fundamental de la última década: Cronopios, tiene los siguientes lemas: 1. Diario virtual para hombres y mujeres de palabra, 2. Trabaja de puro amor al arte, y 3. No promueve temas políticos ni religiosos porque Cronopios lucha por la paz y ellos atizan la guerra. Cumplidos, en cada edición, sin esguince alguno. Con aquellas premisas contundentes ha desplegado magnanimidad, virtud desaparecida hasta como palabra en el diario trajín de los diálogos sin frontera. Cronopios es puerta y ventana abiertas a las voces de creadores que no estén enajenados por las discordias. Apertura sostenida con señales para la construcción de coexistencia y de sociedad desde la Cultura, sin las infamias de la política. Como lo fue en Literalúdica, columna semanal que sostuvo por años en periódico de mayor circulación, y en otras.
Hombre de fácil pluma, con imágenes deslumbrantes y torrencial fluencia de contenidos desde su espíritu forjado en las dificultades, en los riesgos, con meditación surgida de lo vivido, aprehendido y soñado. Escritor de carta cabal, y sólida armadura. De sus artículos, ensayos, columnas, crónicas, reportajes, reseñas, relatos,... pudieran hacerse numerosos volúmenes, que no ha sido su objetivo, porque en la sinceridad de su corazón no es otra la ambición que llegarle al oído y al gusto de espíritus que considera afines, por los medios más directos.
En lo escrito sobre el poeta Javier Huérfano muestra la esencia de su ideario y su vocación de mano tendida: «Esa clase de poetas, en quienes la poesía vive mucho más en la carne y en los huesos que en los versos, que a la hora de la verdad constituyen catarsis para no caer en el lamentable lugar común de la violencia, deberían ser mucho más tenidos en cuenta como guerreros del silencio, voces válidas en medio del bochinche, pues a la hora de la verdad escriben más para soñar y para no matar, que para figurar y deslumbrar a la farándula literaria.» Demanda una poesía de más vida, en autores al margen de las contiendas y de las seducciones mediáticas.
Son muchos los escritos de Ignacio que uno pudiera repasar con sostenida admiración por el estilo y el derroche de imágenes bellas. Ha hecho literatura y escrito sobre autores, sobre cine, pintura, teatro, etc. Recuerdo, ante todo, aquella sorpresa que nos dio una mañana con ese poema, no puede ser de otra manera entendido, en el que nos develó el secreto de Kaffe, su bella hija wayúu. Alma pura derretida en palabras delicadas, sutiles, con despliegue del amor más íntimo, como prolongación exultante de espíritu. Escrito digno de las mejores antologías en las letras hispanoamericanas. O aquel otro sobre «El hombre que escribía pájaros»,.... y tantos y tantos escritos que debemos reunir en por lo menos un volumen de financiación colectiva, con liderazgo editorial de David Consuegra, por ejemplo.
En Cronopios muchos nos hemos asomado de su mano receptora, generosa, comprensiva, estimulante. Tribuna nada ajena a las voces nuevas ni a los escritores de mayor rango, que no tienen posibilidad de otro atisbo, menos en los medios editoriales que miden la creación por la rentabilidad.
Ignacio Ramírez es una vida en permanente realización, febril en el trabajo, escritor de formación alta, con trajín por el mundo y lector voraz, con arraigo en sus personales obsesiones. Lo dicho por él en homenaje a Arturo Alape, puede aplicársele a nuestro Cronopios mayor: «... la vivencia directa de las cosas le hizo acercarse a la historia como a una fuente primaria para superar la sed de saber y compartir.» Su Amo, luego existo, le ha sido norma indeclinable de vida.
Que los dioses lo sostengan en pie, hasta colmar la sed de quienes reclamamos a diario la fuente continua de su pluma estremecida, lúcida y cálida. Hombre corajudo como su hija Kaffe.

En Aleph, a 19 de noviembre de 2006


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Cronopios Diario virtual para hombres y mujeres de palabra

lunes, enero 01, 2007

El año nuevo de la paloma

Lunes 1º de enero de 2006—http://cronopiosdiariovirtual.blogspot.com/


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El año nuevo de la paloma



Por Ignacio Ramírez

Director de Cronopios

He pasado la media noche del año viejo al año nuevo acariciando a una paloma blanca.

Está en el garaje de mi casa, en un sótano sin aire, merodeado por los gatos vagabundos y lleno de la contaminación de los automóviles que duermen aquí sus metálicos sueños, sus pesadillas maquinales.

¿Cómo llega una paloma blanca a un garaje recóndito?

El celador del edificio del frente dice que cerca de las diez de la noche del 29 de diciembre vio como si un ángel gigantesco se empequeñeciera en el aire de las tinieblas y llegara disfrazado de novia diminuta a husmear en los árboles.

— Yo la vi entre las ramas y parece que despertó a los pájaros que estaban durmiendo, porque hubo alboroto y agitar de plumas de todos los colores. Inclusive revoloteó cerca de los venados de luces decembrinas que adornan los edificios de esta calle.

Otros vigilantes salieron sorprendidos por la desfachatez de la paloma. Ninguno entendía qué hacía a aquellas horas esta alocada aventurera emplumada alterando las leyes de la luna y las estrellas, donde las palomas son constelaciones y no aves terrestres como esta quizás sea.

Hemos llegado a pensar que puede tratarse de un artilugio escapado del sueño de un ser cósmico. Una entelequia sideral.

Yo al principio creí que hablaban de un pichón de albatros, una inusual nevada tropical así de grande. Acaso una hostia voladora.

Alfonso, mi compañero de la portería del edificio donde paso mis insomnios y escribo mis Cronopios, me contó que la pajarita blanca se perdió cuando tuvo que abrir la puerta para que entrara un carro cuyo dueño llegaba de una fiesta.

Y no se supo más. Pero cuando yo activé la señal de mi llegada y parqueé mi carro en su lugar de hábito, se apareció ante mí, batió sus alas y vino a picotear mis pies que ya casi no son capaces con sus pasos de regreso.

Me miró con sus ojazos negros y me saludó con un inaudible y diminuto arrurrú que yo sentí como si fuera una canción de mar, un instrumento de misterio, gaviota en tierra, farallón de plumas albas.

Alfonso fue por una casita que aquí guardan los residentes para cuando hacen viajes largos con sus mascotas. Le trajo arroz tan blanco como su plumaje y encendió la luz eléctrica que pareció alumbrarle el corazón del baile porque se dedicó a dar vueltas y más vueltas como suelen hacer los pájaros trompos cuando las pájaras trompas les agitan las pitas.

Yo pasé mis dedos por las plumas de su cabeza y por primera vez en esta vida dura sentí lo que significa ser materia blanda.

Estaba preocupado por las enfermedades, por las deudas, por el drama imprevisto de mi hermana mayor que está entre la espada y la pared de la vida y de la muerte, como yo —aunque parece que su muerte será corta y la mía larga—.

La palomita me alegró la vida. Vino a buscarme. Sé que es mía. Y sé que es mensajera porque traía tres lacitos de cintas de colores atados en una de sus patas.

Entiendo que como todos busca su libertad, pero no quiere irse. Yo le digo que ahí está el cielo del día y de la noche, que siga su camino, que aproveche que aún puede trasegar y vaya en nombre mío por los senderos que comienzan en la aurora y retozan todo el día y descansan o cantan toda la noche. Abro la puerta… ¡Y nada! Ahí está mi palomita blanca a la que transitoriamente bauticé Albertina Rafaela porque por supuesto me trae remembranzas de aquella loca parienta lejana suya que se equivocó buscando el norte y llegó al sur, la que confundió el trigo con el agua, el mar con el cielo y la noche con la mañana.

Si no fuera por la amenaza de los gatos noctívagos la adoptaría y le convertiría su casa de madera en un palaciego palomar digno de su ostensible estirpe de reina aventurera. Y le sembraría un jardín repleto de margaritas blancas.

Si no fuera por los gases de los carros saldría a buscarle el aire a donde fuera. Lo traería del Amazonas o de la Cochinchina y hasta de la Patagonia si fuera necesario. Volaría por ella con alas de cartón, desataría a la tierra de su cordón umbilical y lo pondría a elevarse como una cometa con un mensaje que dijera déjenme vivir en paz y prometo recuperar la risa.

Pero me da mucho miedo que corra el riesgo de morir envenenada o apabullada por la violencia, como mueren hoy en día los seres humanos… ¡Mejor morir volando que corriendo!

Por eso, porque quiero salvarle la vida para que regrese al viento y riegue la noticia de que yo quiero irme con ella, esta mañana le escribí al periodista Gustavo Gómez, de Caracol, suplicándole que anuncie por su emisora que busco con urgencia a un colombófilo que me instruya sobre cómo puedo desequivocar a una paloma equivocada ("que las estrellas eran rocío/ que el calor, la nevada, //… que tu falda era tu blusa,/ que tu corazón su casa")…

Pero hay algún intríngulis entre Albertina Rafaela y yo: Gustavo me respondió por correo electrónico que hoy por ser año viejo la mayor parte de la programación está pregrabada y en consecuencia él no podría estar al frente de la operación Paloma blanca, y aunque dijo que había pasado mi comunicación a sus compañeros, parecen andar despalomados pues ninguno de ellos atendió el arrurrú de la emergencia.

Por eso he bajado al garaje en esta media noche entre el año viejo y el año nuevo.

La paloma se levantó y vino a acompañarme en esta soledad tan sola.

Esta vez picoteó la palma de mi mano y aunque yo nunca lloro porque gasté todas mis lágrimas cuando fui joven y vivía siempre enamorado, hoy he sentido húmedos los ojos al besar las plumas de la cabeza de esta niña bonita emplumada y coqueta, compañera blanca. Pero no era llanto sino rocío nocturno tan común y corriente en las pupilas de los hombres que encuentran palomas blancas en los parqueaderos subterráneos.

Toda la noche soñé con la libertad, que no es la jaula abierta sino el picoteo de la lejanía.

(Ella se durmió en la orilla.
Yo, en la cumbre de una rama.)


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Cronopios Diario virtual para hombres y mujeres de palabra

lunes, diciembre 04, 2006

El Don prodigioso del relámpago

Historia de la mujer que me sedujo desde una pared levantada en el viento

El don prodigioso del relámpago



Por Ignacio Ramírez
cronopios@cable.net.co


Durante mucho tiempo en una valla grande ubicada en los alrededores de mi casa, permaneció una mujer acurrucada cerca de una ventana pero mirando en su rincón de ensueños la presencia surrealista de un pez nadando en el acuario de aire insólito de una jaula de mimbre, con manija, fijos también sus ojos en la hembra que deja ver la parte más apetitosa de sus senos erguidos, la más pulposa y ávida de sus sensuales piernas, mientras su rostro indígena enmarcado en melena negrísima se abstrae hasta el misterio con el pez recluido, que a su vez se apoya en una silla cuyas patas se afirman en una alfombra que no es otra cosa que una obra de abstracción geométrica de Frank Stella, uno de los más importantes artistas plásticos norteamericanos del siglo XX, quien por supuesto nunca imaginó que sus diseños fuesen a parar bajo los zapatos de tacón puntilla de esta misteriosa dama pintada por Fernando Maldonado y agrandada hasta el tamaño de una inmensa pared en este superpoblado norte bogotano.

A ella me acostumbré y quizás por ella construí una ruta permanente que me permitía verla desde lejos todos los medios días, auscultarla y coquetearle hasta llegar tan cerca que debía levantar el cuello y esforzar la cabeza para sonreírle en mi paseo de transeúnte meridiano. Creo que llegué a amarla, que con mis ojos le palpé la piel y con los frenesíes de mi imaginación la mantuve en el espacio deleitoso que solo paladeamos los nefelibatas lelos que dejamos de preocuparnos por los misterios del tiempo y vamos por la calle paso a paso sin que nadie nos vea ni descubra el alboroto que llevamos por dentro.

Un día se fue. No volví a verla. Los dueños de la valla la trastearon para algún desván, quizás se casaron con ella o se la llevaron de rumba o ella misma se enclaustró en un convento para vocaciones tardías o encima le pintaron flores o figuras. Y me hizo tanta falta que con algún pretexto ingenuo busqué a mi amigo Maldonado, con la curiosidad de saber en qué andaba su mundo onírico que yo ya conocía cuando era él uno de los invitados a participar en esa gran locura que fue el Festival de cultura colombiana del año 2000, en Milán, disparate de tantos imprevistos que pareció más una pequeña Torre de Babel que la propuesta presencia del arte colombiano en el emporio cultural de Italia.

Tenía de su pintura el recuerdo de una atmósfera impactante por el aislamiento, la soledad y la melancolía. Personajes terrestres y extraterrestres encerrados en un pequeño cuarto penumbroso, pero listos a desprenderse de sus lienzos como si alguien corriese el aldabón de la ventana y los soltara al mundo rutinario enloquecido por el vértigo y semejante a una ola que flotase en el océano del instante.

Quizás yo fui uno de ellos. Ahora, en el estudio nuevo de Fernando, con la abundante y blanca luz de las tres de la tarde y lleno de ventanas y de sueños colgados, me encuentro frente a frente con la misma mujer que comparte con un desconocido el humo de la sopa cotidiana bajo la luz intensa de una lámpara colgada del techo, en un ambiente donde el mismo desamparo de siempre invade el ánimo y se transforma en fuerza sensorial que empuja hacia el silencio pero despierta gritos interiores de los que uno tras otro pueblan el tiempo detenido.

Así, los cuadros de Fernando son otras ventanas por donde podemos atisbar al tiempo la realidad y la fantasía, el resplandor y la penumbra, el vuelo de la imaginación que planta atmósferas de Edward Hooper (otro artista que yo siento vibrar en el influjo pictórico de Maldonado) donde hay imágenes de aquellas que soñamos despiertos, planos de la armonía y el equilibrio alrededor del juego, paisajes donde la figura humana y los objetos que la complementan descubren un lenguaje para el regodeo de la luz, remembranzas de Pollock, elucubraciones de Mondrian, danza del viento, exégesis sin límites de un universo que no es el que miramos sino el que presentimos y creamos.

La pintura de Fernando Maldonado inspira en mí más sentimientos que palabras. No puedo bautizarla de manera alguna. Sentirla, sí, leerla, pero en silencio porque sus imágenes son muy similares a las que me habitan en los paseos sin rumbo, mi forma de percibir — ¿cómo decirlo?—: creo que los artistas amalgaman en su espíritu el don prodigioso del relámpago al tiempo con la búsqueda de la resolución del misterio de la vida.

Lo demás son teorías, son palabras. Se las dejo a los críticos y a los trascendentales eruditos. A mí me colman y recrean las figuras, los espacios, los escenarios, los instantes y las atmósferas, el desbordamiento, los delirios, el aroma, el entorno, los objetos, la desmitificación de los axiomas, el vuelo de la libertad, el dedo en la llaga de la costumbre, el tono y los colores, y el amor, y por eso echo tanto de menos a la mujer del enjaulado pez que durante un buen tiempo vivió en la pared de una avenida populosa de mi barrio.

martes, octubre 31, 2006

Teatro de los Cronopios

domingo, octubre 29, 2006

Milcíades

Literalúdica
Por Ignacio Ramírez
cronopios@cable.net.co

Milcíades

He aquí la historia de un hombre en apariencia menudo y frágil como un junco, pero perseverante y vigoroso como un roble en la contextura espiritual.
Nació en El cruce de los vientos, que es un lugar que queda en todas partes aunque no existe en los mapas, pues para recorrer sus caminos no hay que partir jamás sino siempre llegar, y -cuando eso suceda- darse cuenta que ser de allí es lo mismo que pertenecer a la sociedad de la imaginación, una secta invisible pero penetrante, cuya característica fundamental es la de no darse por vencido en nada, aún siendo consciente de habitar un mundo que no le corresponde.
Si a usted se lo señalaran en la calle y le pusieran el acertijo de adivinar qué hace, con seguridad que no atinaría, porque posee tan contumaz audacia, que es capaz de semejar a un anónimo vendedor de pólizas, un desempleado caminante, un silencioso pensador con gafas, un observador de pájaros invisibles, cualquier oficio distinto al que en realidad encarna: orillador de trópicos, fabulador de urbes, calmador de la sed de los huyentes, oficiante de la adoración, contemplador y relator de los misterios de las casas del fuego y de la lluvia, y -especialmente- ayudador sutil de hombres y mujeres de palabra.
No vive en una casa sino en una trinchera de papel, que fundó y empezó a construir durante el último cuarto del siglo que ya devoró el nuevo milenio, que va en su sexta rueda de molino de tiempo, noria sin fin, comienzo y acabose sin descanso.
Aunque no está escrito en la puerta, cualquiera que haya recorrido los zaguanes, los patios, las habitaciones y los recovecos de esta mansión de sueños, estará de acuerdo en que existe un letrero donde dice: "esta casa es de todos, aquí no viven ni la envidia, ni el canibalismo, ni la arrogancia, ni el tedio, sólo la poesía y la imaginación".
El día en que puso la primera página en su edificio de versos, aún estaban calientes las huellas de las botas del fantasma del Ché en el Escambray, todavía Bob Dylan cantaba su pacífica jerigonza, Martha Traba consagraba vacas y excomulgaba terneros de las artes plásticas, Gonzaloarango elucubraba manifiestos que levantarían urticaria en la piel del país del sagrado corazón.
Allí, en los laberintos y las moradas de cuartillas abiertas a quien tenga algo que decir, habitan las ideas y los textos de los buenos, los regulares y hasta los malos escritores, quienes nunca antes ni nunca en el futuro, tuvieron ni tendrán tan cálida y hospitalaria estancia para decir su primera palabra, afianzar sus sueños de polígrafos o consolidar sus condiciones de firmes literatos afincados en sus puestos de guerra, que en sus casos son cubículos desde donde se sueña, y en el particular de nuestro personaje, es un Puesto de Combate que funciona tanto para la batalla como para la conquista y la victoria, pero especialmente para el juego infinito de la palabra, esa "manera de decir las cosas".
Se llama Alejandro Pluma pero también se le conoce como Milcíades Arévalo. ¡Da lo mismo! En la matemática literaria, el orden de los factores tampoco altera el producto. Aunque de pronto sí: una vez, hace muchísimos años, en el emocionado afán de una nota periodística, confundí su nombre con el del también poeta Guillermo Bernal. Y se molestaron los dos. Y aunque pedí perdón públicamente, la inofensiva y sobretodo involuntaria ofensa, parecía que jamás iba a ser reparada. Pero hoy, ya todos personajes del siglo pasado, ha atravesado la ciudad en bicicleta y me ha dejado con el vigilante el último Puesto de Combate que como tal proclama desde hace treinta y muchos años largos y que de inmediato acomete en su resurrección, porque los puestos de combaten no se abandonan: se apertrechan, se consienten, se aceptan como una cruz o como una luz, como crucifixión y como cruz y ficción, que la literatura tiene al tiempo su madero con sus Cirineos y sus artífices de sombras y de ensueños. . Luego me llegó por correo su Inventario de invierno, un libro bello por fuera y por dentro. Y luego Cenizas en la ducha, una novela con eslabones cuentos. Y más y más y siempre más pedaleos y más revistas y más libros y más anuncios de retirada y más renacimientos de ave fénix, igual que sucede entre la luna y el sol, que viven pisándose la cola, a una rendija de distancia de la eternidad, amantes del relámpago, Quijotes de la noche, Sanchos Panza del día. Y creo, entonces, que al fin he sido perdonado por la falta que nunca cometí, y tengo también derecho a navegar el meridiano año sexto del nuevo milenio siendo amigo de todos y rindiendo un homenaje de corazón a este señor tímido y huracanado en uno solo, como el céfiro, mensajero y navegante del viento. Milcíades, uno de los pocos seres humanos de los últimos trechos, en Colombia, que conocen en carne propia cómo es de complejo y delirante el mundo de los poetas y de los escritores, eternos aprendices, sempiternos solitarios.

Cronopios Diario virtual para hombres y mujeres de palabra

Milcíades

Literalúdica
Por Ignacio Ramírez
cronopios@cable.net.co

Milcíades

He aquí la historia de un hombre en apariencia menudo y frágil como un junco, pero perseverante y vigoroso como un roble en la contextura espiritual.
Nació en El cruce de los vientos, que es un lugar que queda en todas partes aunque no existe en los mapas, pues para recorrer sus caminos no hay que partir jamás sino siempre llegar, y -cuando eso suceda- darse cuenta que ser de allí es lo mismo que pertenecer a la sociedad de la imaginación, una secta invisible pero penetrante, cuya característica fundamental es la de no darse por vencido en nada, aún siendo consciente de habitar un mundo que no le corresponde.
Si a usted se lo señalaran en la calle y le pusieran el acertijo de adivinar qué hace, con seguridad que no atinaría, porque posee tan contumaz audacia, que es capaz de semejar a un anónimo vendedor de pólizas, un desempleado caminante, un silencioso pensador con gafas, un observador de pájaros invisibles, cualquier oficio distinto al que en realidad encarna: orillador de trópicos, fabulador de urbes, calmador de la sed de los huyentes, oficiante de la adoración, contemplador y relator de los misterios de las casas del fuego y de la lluvia, y -especialmente- ayudador sutil de hombres y mujeres de palabra.
No vive en una casa sino en una trinchera de papel, que fundó y empezó a construir durante el último cuarto del siglo que ya devoró el nuevo milenio, que va en su sexta rueda de molino de tiempo, noria sin fin, comienzo y acabose sin descanso.
Aunque no está escrito en la puerta, cualquiera que haya recorrido los zaguanes, los patios, las habitaciones y los recovecos de esta mansión de sueños, estará de acuerdo en que existe un letrero donde dice: "esta casa es de todos, aquí no viven ni la envidia, ni el canibalismo, ni la arrogancia, ni el tedio, sólo la poesía y la imaginación".
El día en que puso la primera página en su edificio de versos, aún estaban calientes las huellas de las botas del fantasma del Ché en el Escambray, todavía Bob Dylan cantaba su pacífica jerigonza, Martha Traba consagraba vacas y excomulgaba terneros de las artes plásticas, Gonzaloarango elucubraba manifiestos que levantarían urticaria en la piel del país del sagrado corazón.
Allí, en los laberintos y las moradas de cuartillas abiertas a quien tenga algo que decir, habitan las ideas y los textos de los buenos, los regulares y hasta los malos escritores, quienes nunca antes ni nunca en el futuro, tuvieron ni tendrán tan cálida y hospitalaria estancia para decir su primera palabra, afianzar sus sueños de polígrafos o consolidar sus condiciones de firmes literatos afincados en sus puestos de guerra, que en sus casos son cubículos desde donde se sueña, y en el particular de nuestro personaje, es un Puesto de Combate que funciona tanto para la batalla como para la conquista y la victoria, pero especialmente para el juego infinito de la palabra, esa "manera de decir las cosas".
Se llama Alejandro Pluma pero también se le conoce como Milcíades Arévalo. ¡Da lo mismo! En la matemática literaria, el orden de los factores tampoco altera el producto. Aunque de pronto sí: una vez, hace muchísimos años, en el emocionado afán de una nota periodística, confundí su nombre con el del también poeta Guillermo Bernal. Y se molestaron los dos. Y aunque pedí perdón públicamente, la inofensiva y sobretodo involuntaria ofensa, parecía que jamás iba a ser reparada. Pero hoy, ya todos personajes del siglo pasado, ha atravesado la ciudad en bicicleta y me ha dejado con el vigilante el último Puesto de Combate que como tal proclama desde hace treinta y muchos años largos y que de inmediato acomete en su resurrección, porque los puestos de combaten no se abandonan: se apertrechan, se consienten, se aceptan como una cruz o como una luz, como crucifixión y como cruz y ficción, que la literatura tiene al tiempo su madero con sus Cirineos y sus artífices de sombras y de ensueños. . Luego me llegó por correo su Inventario de invierno, un libro bello por fuera y por dentro. Y luego Cenizas en la ducha, una novela con eslabones cuentos. Y más y más y siempre más pedaleos y más revistas y más libros y más anuncios de retirada y más renacimientos de ave fénix, igual que sucede entre la luna y el sol, que viven pisándose la cola, a una rendija de distancia de la eternidad, amantes del relámpago, Quijotes de la noche, Sanchos Panza del día. Y creo, entonces, que al fin he sido perdonado por la falta que nunca cometí, y tengo también derecho a navegar el meridiano año sexto del nuevo milenio siendo amigo de todos y rindiendo un homenaje de corazón a este señor tímido y huracanado en uno solo, como el céfiro, mensajero y navegante del viento. Milcíades, uno de los pocos seres humanos de los últimos trechos, en Colombia, que conocen en carne propia cómo es de complejo y delirante el mundo de los poetas y de los escritores, eternos aprendices, sempiternos solitarios.