Samuel Ceballos
Cronopios
Diario virtual para hombres y mujeres de palabra
Fundado en 1990 – Domingo 20 de marzo de 2005
Director: ignacioramirez@cable.net.co
Samuel de las islas
Samuel Ceballos
Por Ignacio Ramírez
Director de Cronopios
Samuel Ceballos, el poeta, pintor, bucanero de estampa, soñador, motociclista, sillaruedero barbiblanco, quizá antioqueño, fauno de mar acaso, padre de Mercurio y marido perpetuo de Fanny Salazar —ingenuista pintora colorista y niña sempiterna— ha muerto.
La noticia me la acaban de enviar los nadaístas (el nadaísmo es Jotamario, ya se sabe) por el correo electrónico: “En el hospital Cardio infantil de Bogotá dejó de existir hoy el pintor Samuel Ceballos, el nadaísta de la isla de San Andrés, lugar adonde llegó con su esposa la pintora Fanny, hace casi 40 años, y donde engendraron a su hijo Mercurio. Samuel fue un profeta de los sentidos, y en las islas encontró la plenitud para su trabajo plástico y el escenario propio para desplegar su esplendor vital. Un tatuaje en su antebrazo revelaba su pasado de marinero. Sus restos mortales volaron de regreso a la isla, donde reposarán en el cementerio de San Luis, en Sound Bay.”
Tan escueto despacho es todo lo que sus seguramente apurados compañeros de nada afirman de este hombre que tuvo siempre apariencia de leyenda y de quien yo sé poco aunque recuerdo mucho, tanto, que aunque detesto la nostalgia amarillenta siento ahora al enterarme de su partida, que ha vuelto al mar un caracol donde puse mi oído muchas veces para escuchar el viento, que venía de lejos y que se fue más lejos aún, ahora que la vida lo pilló fuera de lugar, en citadino cuarto de hospital, y la hora suprema lo devolvió en avión para que se enarene con los sonidos de la bahía en el dormidero de las eternidades de San Luis.
De Samuel siempre me impresionó la estampa marinera. Muy joven, cuando se daba ínfulas de conquistador filibustero con su rubia mujer andando para acá y para allá en el archipiélago —cuando era paraíso—, apenas lo observaba y lo envidiaba porque decían que era poeta y porque ya la barba larguísima agitada y acolorada a lo vikingo por la brisa, lo hacía parecer a Erick el rojo, a Simbad el marino, a personaje de la Isla del Tesoro, o al argonauta Nadie amarrado a un mástil, con sus oídos taponados para que el canto de las sirenas no lo incitara a zambullirse en océanos deslumbrantes, cuyos siete mares navegó a veces con calma y en otras con premura, buscándose a sí mismo.
Todas la veces que vi a Samuel Ceballos, me lo presentaron por primera vez. Vivimos episodios inolvidables para mí, que él jamás recordó. Era tan lúcido que no me reconoció jamás y hasta hace un poco más de un año cuando Elmo Valencia nos presentó por última vez en la Feria del libro, se apretaba las sienes cuando caía en cuenta que en realidad habíamos compartido instantes memorables para mí, insignificantes para él. Con razón: la vida en San Andrés es alucinación sin límites. ¡Para qué recordar la fantasía si ella renace de sí misma sin detenerse nunca!
Una vez que en una bicicleta marina me perdí y casi llego a Nicaragua con algunos enguayabados compañeros de televisión, un barco grande nos rescató y dio la voz de alerta, de tal manera que cuando arribamos de nuevo a San Andrés nos esperaban ambulancias y camillas porque volvimos delirantes e insolados y con la piel abrasada por el sol.
Samuel, con quien la noche anterior había estado cantando y leyendo poemas en la playa, llegó con un inmenso brujo negro a rescatarme porque yo le había hablado de mi aversión por los hospitales, que aún me habita y salva.
Me llevaron a un viejo rancho de madera y mientras Samuel bebía ron crudo como un pirata nórdico, el negro (que era Pepa, el más famoso brujo de todo el mar Caribe) me cubrió el cuerpo con hojas de plantas cuyos nombres nunca supe, me embadurnó de ungüentos, me rezó jaculatorias papiamentosas y papiamentales y en un par de horas me devolvió la vida y la energía, mientras a mis coequiperos de cicla marinera los trasladaban en avión directo al Hospital Militar de Bogotá, ardidos en fiebre y con la piel de hormiga.
Supe esa noche por boca del brujo y del vikingo criollo de la existencia de cosas y seres misteriosos que habitan lo invisible de las islas, como el mitológico “Rolling Calf”, a quien describían como un animal diabólico con aspecto de vaca de ojos chispeantes que se moviliza siempre rodando, envuelto en llamas y exhalando fuerte olor a azufre. “Duppy” era otro, sinónimo de Ghost, palabra inglesa con que se identifica al espíritu de los muertos, al cual los supersticiosos temen y creen que aparece de noche o se manifiesta en lugares solitarios o en los sueños.
Samuel me confesó (supongo que para el olvido) que le tenía mucho miedo y que preferiría deshabitar la isla antes que verlo persiguiéndolo. ¡Quién iba a creer que los endriagos de las islas también se cuelan por las rendijas de los hospitales en los pueblos sin mar! Samuel, ahora sí: nunca me olvides.
Cronopios es una casa de puertas abiertas,
Donde la cultura sí es noticia.
Si le gusta Cronopios, pase la voz,
Porque la palabra debe ser libre y solidaria.
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Fundado en 1990 – Domingo 20 de marzo de 2005
Director: ignacioramirez@cable.net.co
Samuel de las islas
Samuel Ceballos
Por Ignacio Ramírez
Director de Cronopios
Samuel Ceballos, el poeta, pintor, bucanero de estampa, soñador, motociclista, sillaruedero barbiblanco, quizá antioqueño, fauno de mar acaso, padre de Mercurio y marido perpetuo de Fanny Salazar —ingenuista pintora colorista y niña sempiterna— ha muerto.
La noticia me la acaban de enviar los nadaístas (el nadaísmo es Jotamario, ya se sabe) por el correo electrónico: “En el hospital Cardio infantil de Bogotá dejó de existir hoy el pintor Samuel Ceballos, el nadaísta de la isla de San Andrés, lugar adonde llegó con su esposa la pintora Fanny, hace casi 40 años, y donde engendraron a su hijo Mercurio. Samuel fue un profeta de los sentidos, y en las islas encontró la plenitud para su trabajo plástico y el escenario propio para desplegar su esplendor vital. Un tatuaje en su antebrazo revelaba su pasado de marinero. Sus restos mortales volaron de regreso a la isla, donde reposarán en el cementerio de San Luis, en Sound Bay.”
Tan escueto despacho es todo lo que sus seguramente apurados compañeros de nada afirman de este hombre que tuvo siempre apariencia de leyenda y de quien yo sé poco aunque recuerdo mucho, tanto, que aunque detesto la nostalgia amarillenta siento ahora al enterarme de su partida, que ha vuelto al mar un caracol donde puse mi oído muchas veces para escuchar el viento, que venía de lejos y que se fue más lejos aún, ahora que la vida lo pilló fuera de lugar, en citadino cuarto de hospital, y la hora suprema lo devolvió en avión para que se enarene con los sonidos de la bahía en el dormidero de las eternidades de San Luis.
De Samuel siempre me impresionó la estampa marinera. Muy joven, cuando se daba ínfulas de conquistador filibustero con su rubia mujer andando para acá y para allá en el archipiélago —cuando era paraíso—, apenas lo observaba y lo envidiaba porque decían que era poeta y porque ya la barba larguísima agitada y acolorada a lo vikingo por la brisa, lo hacía parecer a Erick el rojo, a Simbad el marino, a personaje de la Isla del Tesoro, o al argonauta Nadie amarrado a un mástil, con sus oídos taponados para que el canto de las sirenas no lo incitara a zambullirse en océanos deslumbrantes, cuyos siete mares navegó a veces con calma y en otras con premura, buscándose a sí mismo.
Todas la veces que vi a Samuel Ceballos, me lo presentaron por primera vez. Vivimos episodios inolvidables para mí, que él jamás recordó. Era tan lúcido que no me reconoció jamás y hasta hace un poco más de un año cuando Elmo Valencia nos presentó por última vez en la Feria del libro, se apretaba las sienes cuando caía en cuenta que en realidad habíamos compartido instantes memorables para mí, insignificantes para él. Con razón: la vida en San Andrés es alucinación sin límites. ¡Para qué recordar la fantasía si ella renace de sí misma sin detenerse nunca!
Una vez que en una bicicleta marina me perdí y casi llego a Nicaragua con algunos enguayabados compañeros de televisión, un barco grande nos rescató y dio la voz de alerta, de tal manera que cuando arribamos de nuevo a San Andrés nos esperaban ambulancias y camillas porque volvimos delirantes e insolados y con la piel abrasada por el sol.
Samuel, con quien la noche anterior había estado cantando y leyendo poemas en la playa, llegó con un inmenso brujo negro a rescatarme porque yo le había hablado de mi aversión por los hospitales, que aún me habita y salva.
Me llevaron a un viejo rancho de madera y mientras Samuel bebía ron crudo como un pirata nórdico, el negro (que era Pepa, el más famoso brujo de todo el mar Caribe) me cubrió el cuerpo con hojas de plantas cuyos nombres nunca supe, me embadurnó de ungüentos, me rezó jaculatorias papiamentosas y papiamentales y en un par de horas me devolvió la vida y la energía, mientras a mis coequiperos de cicla marinera los trasladaban en avión directo al Hospital Militar de Bogotá, ardidos en fiebre y con la piel de hormiga.
Supe esa noche por boca del brujo y del vikingo criollo de la existencia de cosas y seres misteriosos que habitan lo invisible de las islas, como el mitológico “Rolling Calf”, a quien describían como un animal diabólico con aspecto de vaca de ojos chispeantes que se moviliza siempre rodando, envuelto en llamas y exhalando fuerte olor a azufre. “Duppy” era otro, sinónimo de Ghost, palabra inglesa con que se identifica al espíritu de los muertos, al cual los supersticiosos temen y creen que aparece de noche o se manifiesta en lugares solitarios o en los sueños.
Samuel me confesó (supongo que para el olvido) que le tenía mucho miedo y que preferiría deshabitar la isla antes que verlo persiguiéndolo. ¡Quién iba a creer que los endriagos de las islas también se cuelan por las rendijas de los hospitales en los pueblos sin mar! Samuel, ahora sí: nunca me olvides.
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Porque la palabra debe ser libre y solidaria.
1 Comments:
Esta bien, pero me gustaría mayor amplitud.
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