lunes, diciembre 04, 2006

El Don prodigioso del relámpago

Historia de la mujer que me sedujo desde una pared levantada en el viento

El don prodigioso del relámpago



Por Ignacio Ramírez
cronopios@cable.net.co


Durante mucho tiempo en una valla grande ubicada en los alrededores de mi casa, permaneció una mujer acurrucada cerca de una ventana pero mirando en su rincón de ensueños la presencia surrealista de un pez nadando en el acuario de aire insólito de una jaula de mimbre, con manija, fijos también sus ojos en la hembra que deja ver la parte más apetitosa de sus senos erguidos, la más pulposa y ávida de sus sensuales piernas, mientras su rostro indígena enmarcado en melena negrísima se abstrae hasta el misterio con el pez recluido, que a su vez se apoya en una silla cuyas patas se afirman en una alfombra que no es otra cosa que una obra de abstracción geométrica de Frank Stella, uno de los más importantes artistas plásticos norteamericanos del siglo XX, quien por supuesto nunca imaginó que sus diseños fuesen a parar bajo los zapatos de tacón puntilla de esta misteriosa dama pintada por Fernando Maldonado y agrandada hasta el tamaño de una inmensa pared en este superpoblado norte bogotano.

A ella me acostumbré y quizás por ella construí una ruta permanente que me permitía verla desde lejos todos los medios días, auscultarla y coquetearle hasta llegar tan cerca que debía levantar el cuello y esforzar la cabeza para sonreírle en mi paseo de transeúnte meridiano. Creo que llegué a amarla, que con mis ojos le palpé la piel y con los frenesíes de mi imaginación la mantuve en el espacio deleitoso que solo paladeamos los nefelibatas lelos que dejamos de preocuparnos por los misterios del tiempo y vamos por la calle paso a paso sin que nadie nos vea ni descubra el alboroto que llevamos por dentro.

Un día se fue. No volví a verla. Los dueños de la valla la trastearon para algún desván, quizás se casaron con ella o se la llevaron de rumba o ella misma se enclaustró en un convento para vocaciones tardías o encima le pintaron flores o figuras. Y me hizo tanta falta que con algún pretexto ingenuo busqué a mi amigo Maldonado, con la curiosidad de saber en qué andaba su mundo onírico que yo ya conocía cuando era él uno de los invitados a participar en esa gran locura que fue el Festival de cultura colombiana del año 2000, en Milán, disparate de tantos imprevistos que pareció más una pequeña Torre de Babel que la propuesta presencia del arte colombiano en el emporio cultural de Italia.

Tenía de su pintura el recuerdo de una atmósfera impactante por el aislamiento, la soledad y la melancolía. Personajes terrestres y extraterrestres encerrados en un pequeño cuarto penumbroso, pero listos a desprenderse de sus lienzos como si alguien corriese el aldabón de la ventana y los soltara al mundo rutinario enloquecido por el vértigo y semejante a una ola que flotase en el océano del instante.

Quizás yo fui uno de ellos. Ahora, en el estudio nuevo de Fernando, con la abundante y blanca luz de las tres de la tarde y lleno de ventanas y de sueños colgados, me encuentro frente a frente con la misma mujer que comparte con un desconocido el humo de la sopa cotidiana bajo la luz intensa de una lámpara colgada del techo, en un ambiente donde el mismo desamparo de siempre invade el ánimo y se transforma en fuerza sensorial que empuja hacia el silencio pero despierta gritos interiores de los que uno tras otro pueblan el tiempo detenido.

Así, los cuadros de Fernando son otras ventanas por donde podemos atisbar al tiempo la realidad y la fantasía, el resplandor y la penumbra, el vuelo de la imaginación que planta atmósferas de Edward Hooper (otro artista que yo siento vibrar en el influjo pictórico de Maldonado) donde hay imágenes de aquellas que soñamos despiertos, planos de la armonía y el equilibrio alrededor del juego, paisajes donde la figura humana y los objetos que la complementan descubren un lenguaje para el regodeo de la luz, remembranzas de Pollock, elucubraciones de Mondrian, danza del viento, exégesis sin límites de un universo que no es el que miramos sino el que presentimos y creamos.

La pintura de Fernando Maldonado inspira en mí más sentimientos que palabras. No puedo bautizarla de manera alguna. Sentirla, sí, leerla, pero en silencio porque sus imágenes son muy similares a las que me habitan en los paseos sin rumbo, mi forma de percibir — ¿cómo decirlo?—: creo que los artistas amalgaman en su espíritu el don prodigioso del relámpago al tiempo con la búsqueda de la resolución del misterio de la vida.

Lo demás son teorías, son palabras. Se las dejo a los críticos y a los trascendentales eruditos. A mí me colman y recrean las figuras, los espacios, los escenarios, los instantes y las atmósferas, el desbordamiento, los delirios, el aroma, el entorno, los objetos, la desmitificación de los axiomas, el vuelo de la libertad, el dedo en la llaga de la costumbre, el tono y los colores, y el amor, y por eso echo tanto de menos a la mujer del enjaulado pez que durante un buen tiempo vivió en la pared de una avenida populosa de mi barrio.