sábado, septiembre 09, 2006

Ángeles del cielo

Angeles del cielo, criaturas de la tierra
Una buena experiencia para el alma literaria de los lectores de Metatrón, la novela de Philip Potdevin, ganadora del Premio Nacional de Colcultura 1994/1995, sería la de visitar antes y después del viaje por las 350 páginas, la acogedora capillita de Sopó, en las afueras de Bogotá, donde viven los enigmáticos arcángeles coprotagonistas de esta historia. Quien lo haga ha de encontrar, con seguridad, que los alados seres —famosos ya porque estuvieron abandonados hasta cuando el milagro de la restauración los devolvió a este mundo material— asumen una vida nueva, quizás mucho más vigorosa e inquietante, porque viene del soplo mágico de la literatura. Como en La Rosa púrpura del Cairo, la película de Woody Allen, es muy posible que los arcángeles salgan de sus moradas de lienzo y se patenticen ante aquellos lectores que los hayan convertido en amigos, porque Metatrón, aparte de novela, puede ser un grato juego para el fin de siglo, que curiosamente trae invasiones de ángeles en el cine, la pintura, la literatura, el teatro, la poesía y naturalmente el sueño.
Pero no es cierto (para que de una vez por todas hagamos claridad sobre el asunto) que Metatrón sea simplemente "la historia de los arcángeles de Sopó", como curiosamente la han encasillado quienes la promueven. ¡No! Aquí, al lado de los ángeles del cielo, están también las criaturas de la tierra, y es en la afortunada simbiosis que se ha dado por obra y gracia de la palabra, donde reside el equilibrio narrativo, que lleva al lector por un camino de aventura, a la vez que lo pasea por el territorio de la fantasía. Por eso, también vale la pena, a medida que se avanza en este viaje que a veces tiene los pies sobre la tierra y otras recorre cuanto aire permite un par de alas, volver constantemente a los epígrafes de Góngora, de Rilke, de Ovidio, de Lao Tse, de Mateo Alemán, de Hermes Trimegisto, de Cat Stevens, de Mircea Elíade y de muchísimos otros compañeros de periplo que nos recuerdan y comprueban que (como en el Talmud) "En verdad hay dos poderes divinos en el cielo".
Puras criaturas de la tierra son Sabina y Franz Bordelli, los primeros protagonistas, a quienes animan y unen las creaciones humanas que permiten al espíritu elevarse al estado de los ángeles: la música, la pintura, el pensamiento, la búsqueda de Metatrón, "el verdadero Rey, el que reina y manda a todos los príncipes y domina sobre todas las cosas y en cuya mano está la fortaleza, el poder, la grandeza y el imperio supremo y por eso se le llama el Príncipe de la Faz Divina". Lilián Satia es un elemento para el triángulo, quien a pesar de estar presente todo el tiempo, no alcanza la densidad ni la luz de la dulce mujer que se llevara en su último viaje "las notas de la sonata póstuma de Schubert y los versos del más bello poema de Salomón". El profesor Xavier Cabot y Marie Carmen forman la línea paralela que permite diferenciar muy bien a estos seres de carne y hueso, de aquellos que, colgados en las paredes de la capilla y colmados de elementos mágicos y andróginos, hacen posible que se recuerde a los pobres mortales que están condenados al mito para poder sobrevivir, porque "Angeles y hombres se aman, se necesitan mutuamente, sin embargo son distintos: el hombre siempre se podrá arrepentir, así sea en el último minuto, allí está su salvación; el ángel, en cambio, no tiene perdón, los caídos no tienen una segunda oportunidad, así lo quisieran".
Metatrón es una buena ópera prima de un escritor que tiene muchas cosas a su favor: Philip Potdevin (Cali, 1958) es muy joven y en el notable proceso de su carrera literaria, ha ganado prestigio en corto tiempo, sin pertenecer (¡Qué afortunado!) a esa parte deplorable del universo de las letras que tanto se amalgama con la farándula y el canibalismo. En su libro de cuentos —Magister Ludi—, integrado por textos ganadores de concursos del género, lo mismo que en el de Poemas —Cantos de Saxo—, ha demostrado que no llega a la publicación por el afán de figurar, tan nocivo y usual entre nosotros, sino cuando el texto ha sido sometido a filtros y procesos que lo lleven a convertirse en elemento gratificante para el lector. Su estilo es claro y limpio, tradicional y clásico, si se quiere, y eso es también muy importante en un momento de la historia en que a muchos escritores les parece terrible asumir el manejo de la palabra sin someterla a malabares o subterfugios. Y, lo mejor: Philip apenas comienza.