Arar en el desierto
Arar en el desierto
Hace un mes sorprendió a los lectores de novela y a los participantes en los Premios Nacionales de Literatura de Colcultura de 1993, el fallo que declaró desierto el galardón en esta modalidad. De acuerdo con el acta correspondiente, ninguna de las cien novelas enviadas tenía los méritos suficientes para el premio que, aparte de los doce millones de pesos destinados para tal fin, hace al ganador objeto de atención por parte del público amante de la literatura y de la crítica especializada, que cada día espera con mayor ansiedad la consolidación de la obra de alguno de los novelistas ya conocidos, o la aparición de alguien nuevo que conjure un poco esa especie de limbo en que (sólo en apariencia) parece estar sumida nuestra narrativa.
Sería absurdo, sin conocer las obras enviadas al certamen, discutir las razones del fallo con un jurado en el cual estuvieron dos de nuestros más consagrados escritores —Germán Espinosa y Fernando Cruz Kronfly— y un prestigioso invitado nicaragüense, el novelista sandinista Sergio Ramírez. Pero, resulta inevitable formular algunas preguntas elementales: ¿Es lícito declarar desierto un concurso en cuyas bases no se determina esa libertad para el jurado? ¿Será cierto que, como se afirma, no participaron “los escritores profesionales, porque ellos tienen otros mecanismos de salida”? ¿El buen nombre y la seriedad de los integrantes del jurado, no resultan garantía suficiente para que esos escritores profesionales decidan enviar sus obras? ¿Doce millones de pesos —a pesar de todo— no son atractivos para los profesionales de la literatura? ¿Los jurados abrieron los cien sobres que contenían los datos de identidad de los participantes, o a puro olfato detectaron la ausencia de los autores profesionales?
Es grave, en todo caso, que el más importante premio literario que se convoca en el país, el único que en mucho tiempo parece cimentarse como permanente y serio, no llame la atención de los narradores colombianos. O, mucho más preocupante, que la totalidad de participantes en una convocatoria nacional responda a la precariedad, la falta de cultura, la ignorancia de la tradición literaria, en fin, el facilismo y la mediocridad que denuncian por lo menos dos de los jurados: los colombianos.
¿No valdría la pena una polémica?, ¿no sería justo que hablaran los descalificados?, ¿o queda definitivamente en el nivel de aficionados nuestro Premio Nacional de Literatura?
Opera primera
Más apto para sociólogos o sicoanalistas, que para lectores o críticos, es lo que sucede con nuestros jóvenes narradores en el exterior: dos óperas primas, de escritores no profesionales si tenemos en cuenta que derivan su sustento del periodismo y la cátedra, resultan finalistas en el Premio Rómulo Gallegos, uno de los más prestigiosos en la literatura latinoamericana: El rumor del astracán, de Azriel Bibliowicz, y Opio en las nubes, de Rafael Chaparro Madiedo, ganador el año anterior del premio de Colcultura. Esas novelas no pasaron, entre nosotros, de la reseña, el elogio o la destrucción desmesurada de los pontífices de coctel, expertos en el chascarrillo y el ditirambo, pero que a la hora de la verdad, no leen. En Venezuela, en cambio, fueron seleccionadas entre una gran cantidad de novelas postuladas desde todos los países de Hispanoamérica. Uno de los jurados, Fernando Alegría, hizo elogio de ellas y lamentó que sólo fuese posible la adjudicación de un premio.
Hace un par de semanas, en Santiago de Chile, Germán Santamaría fue galardonado con el primer premio en el Concurso Iberoamericano de Primeras Novelas Santiago del Nuevo Extremo, por su obra No morirás, escogida entre setenta libros que también llegaron de todos los países en los cuales se habla y escribe en español. Antonio Skármeta, de Chile; Nélida Piñón, de Brasil, y Eduardo Gudiño, de Argentina, galardonaron por unanimidad la obra de Santamaría y le dieron calificativos de “prosa precisa, con imágenes muy elocuentes y tono narrativo muy contemporáneo”, “expresión de una nueva generación de escritores” y otros por el estilo, virtualmente antagónicos con los juicios que aquí se formularon al mismo libro.
¿Qué pasa ? ¿Por qué la narrativa que aquí se mira con desdén o indiferencia, cautiva en otras latitudes? Bien sabemos, además, que no todos nuestros vecinos latinoamericanos, ni mucho menos los españoles, están peor que nosotros. ¿Entonces, por qué ganamos como visitantes y perdemos como locales?
En otras palabras: si es usted escritor colombiano, no intente ser profeta en su tierra.
Hace un mes sorprendió a los lectores de novela y a los participantes en los Premios Nacionales de Literatura de Colcultura de 1993, el fallo que declaró desierto el galardón en esta modalidad. De acuerdo con el acta correspondiente, ninguna de las cien novelas enviadas tenía los méritos suficientes para el premio que, aparte de los doce millones de pesos destinados para tal fin, hace al ganador objeto de atención por parte del público amante de la literatura y de la crítica especializada, que cada día espera con mayor ansiedad la consolidación de la obra de alguno de los novelistas ya conocidos, o la aparición de alguien nuevo que conjure un poco esa especie de limbo en que (sólo en apariencia) parece estar sumida nuestra narrativa.
Sería absurdo, sin conocer las obras enviadas al certamen, discutir las razones del fallo con un jurado en el cual estuvieron dos de nuestros más consagrados escritores —Germán Espinosa y Fernando Cruz Kronfly— y un prestigioso invitado nicaragüense, el novelista sandinista Sergio Ramírez. Pero, resulta inevitable formular algunas preguntas elementales: ¿Es lícito declarar desierto un concurso en cuyas bases no se determina esa libertad para el jurado? ¿Será cierto que, como se afirma, no participaron “los escritores profesionales, porque ellos tienen otros mecanismos de salida”? ¿El buen nombre y la seriedad de los integrantes del jurado, no resultan garantía suficiente para que esos escritores profesionales decidan enviar sus obras? ¿Doce millones de pesos —a pesar de todo— no son atractivos para los profesionales de la literatura? ¿Los jurados abrieron los cien sobres que contenían los datos de identidad de los participantes, o a puro olfato detectaron la ausencia de los autores profesionales?
Es grave, en todo caso, que el más importante premio literario que se convoca en el país, el único que en mucho tiempo parece cimentarse como permanente y serio, no llame la atención de los narradores colombianos. O, mucho más preocupante, que la totalidad de participantes en una convocatoria nacional responda a la precariedad, la falta de cultura, la ignorancia de la tradición literaria, en fin, el facilismo y la mediocridad que denuncian por lo menos dos de los jurados: los colombianos.
¿No valdría la pena una polémica?, ¿no sería justo que hablaran los descalificados?, ¿o queda definitivamente en el nivel de aficionados nuestro Premio Nacional de Literatura?
Opera primera
Más apto para sociólogos o sicoanalistas, que para lectores o críticos, es lo que sucede con nuestros jóvenes narradores en el exterior: dos óperas primas, de escritores no profesionales si tenemos en cuenta que derivan su sustento del periodismo y la cátedra, resultan finalistas en el Premio Rómulo Gallegos, uno de los más prestigiosos en la literatura latinoamericana: El rumor del astracán, de Azriel Bibliowicz, y Opio en las nubes, de Rafael Chaparro Madiedo, ganador el año anterior del premio de Colcultura. Esas novelas no pasaron, entre nosotros, de la reseña, el elogio o la destrucción desmesurada de los pontífices de coctel, expertos en el chascarrillo y el ditirambo, pero que a la hora de la verdad, no leen. En Venezuela, en cambio, fueron seleccionadas entre una gran cantidad de novelas postuladas desde todos los países de Hispanoamérica. Uno de los jurados, Fernando Alegría, hizo elogio de ellas y lamentó que sólo fuese posible la adjudicación de un premio.
Hace un par de semanas, en Santiago de Chile, Germán Santamaría fue galardonado con el primer premio en el Concurso Iberoamericano de Primeras Novelas Santiago del Nuevo Extremo, por su obra No morirás, escogida entre setenta libros que también llegaron de todos los países en los cuales se habla y escribe en español. Antonio Skármeta, de Chile; Nélida Piñón, de Brasil, y Eduardo Gudiño, de Argentina, galardonaron por unanimidad la obra de Santamaría y le dieron calificativos de “prosa precisa, con imágenes muy elocuentes y tono narrativo muy contemporáneo”, “expresión de una nueva generación de escritores” y otros por el estilo, virtualmente antagónicos con los juicios que aquí se formularon al mismo libro.
¿Qué pasa ? ¿Por qué la narrativa que aquí se mira con desdén o indiferencia, cautiva en otras latitudes? Bien sabemos, además, que no todos nuestros vecinos latinoamericanos, ni mucho menos los españoles, están peor que nosotros. ¿Entonces, por qué ganamos como visitantes y perdemos como locales?
En otras palabras: si es usted escritor colombiano, no intente ser profeta en su tierra.
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